jueves, 18 de diciembre de 2008

EL DAÑO AMBIENTAL (parte I)

EL DAÑO AMBIENTAL

Para abrazar la definición de lo que se entiende por daño ambiental es preciso revisar muy sucintamente los conceptos de “responsabilidad” y “daño” desde la esfera tradicional del Derecho.

La Responsabilidad
[1]

Según la Real Academia de la Lengua Española, es responsabilidad la “deuda, obligación que tiene alguien de reparar el daño causado a otro”
[2].

Esta simple pero rica definición, no se aleja del concepto clásico que aporta a esta acepción el Derecho en general.

Diversos tratadistas han coincidido en señalar que responsabilidad es, en una primera definición, la conducta ajustada a lo que es debido; la necesidad y la exigencia de ajustar la propia conducta para el cumplimiento de una obligación previamente contraída. Y en una segunda, es la sanción que importa el no haber ajustado la conducta a lo debido, es decir, la sanción que corresponde por el hecho de haber incumplido con la obligación contraída.

A su vez, la responsabilidad puede ser moral, como consecuencia del incumplimiento de una obligación impuesta por una confesión de fe o por los principios morales y éticos que orientan la propia conciencia, o jurídica, que es aquella que está prevista en el ordenamiento legal y que supone un perjuicio, ya sea social o particular, colectivo o individual.

Por su parte, la responsabilidad jurídica se presenta como la responsabilidad jurídica penal, cuando ha habido un daño social causado por una acción o inacción moralmente imputable al agente y que se encuentra típicamente prevista por la ley penal, o civil, que se deriva de un daño privado, que no exige la certeza sobre la intencionalidad para la comisión del acto o la abstención de él –por la objetividad del daño en sí– y que no precisa de tipicidad en la norma civil.

Y, finalmente, tenemos la responsabilidad jurídica civil contractual, que se aprecia cuando se viola una obligación nacida de un contrato, o extracontractual, cuando se viola el deber legal y genérico de no dañar a nadie, y al que están obligadas todas las personas por el hecho de pertenecer a una sociedad.

En cuanto a esta última es necesario señalar también el fundamento que da origen a la reparación jurídica civil (ya sea contractual o extra contractual).

Debemos tener en claro que una obligación incumplida, cualquiera sea su naturaleza, genera un daño y este, a su vez, origina el deber de ser reparado por la persona que lo causó. Dicho daño importa un aspecto material de orden económico cuya carga, según como ha coincidido en señalar la doctrina y el derecho comparado, se traslada de la víctima a su causante o responsable; es decir, quien debe pagar por las consecuencias es quien incurrió en el incumplimiento de la obligación.

Es esta la concepción que fundamenta la responsabilidad jurídica civil: aliviar el peso de la reparación del daño, generando para ello los espacios legales y sociales donde la víctima no tenga que sufrir las consecuencias que otros generan por su accionar.

Pero, ¿por qué el daño debe ser reparado?

Los positivistas refieren que se debe la reparación del daño porque “la ley así lo sanciona”. Pero este concepto no parece suficiente cuando se habla del daño moral, que muchas veces no excede la esfera subjetiva de la conciencia del individuo y que únicamente él conoce en mérito a su confesión de fe o a los principios que orientan su personalidad.

La explicación que me parece más apropiada es aquella que precisa que el daño debe repararse porque es injusto. Cuando la víctima no ha querido ese daño, no es justo que tenga que repararlo sino quien es el responsable de él. Pero si la víctima sí lo ha querido, ha consentido en el hecho dañoso –lo que en realidad ya no produciría ni daño ni víctima– entonces tal circunstancia está arreglada a justicia y a razón, y cualquier reparación devendría en ilegítima. En consecuencia, debemos entender que el daño se repara cuando es injusto; es la injusticia del daño lo que hace que se genere tal obligación.

Adicionalmente, debe advertirse que hay otro factor que no debe perderse de vista y que es gravitante para determinar la reparación que es consecuencia de la responsabilidad. Y es que no resulta ajeno entender que la responsabilidad se genera, muy en especial en el Derecho civil, cuando concurre el elemento fáctico por el cual, además “ha existido el daño”; se repara porque el daño existe. Sobre este particular en el tema que sigue se desarrolla los conceptos que explican esta figura legal.

2. El Daño.

El significado etimológico de la palabra “daño” proviene del latín “demere” que se traduce como “menguar” o “disminuir”.

Nos señala Ernesto Borja que “imbricada en la significación que vivifica la expresión daño, está la idea de detrimento, menoscabo, lesión, perjuicio, etc.”
[3]. Daño, a tenor de lo que nos dice Briz Santos, es “todo menoscabo material o moral causado contraviniendo una norma jurídica, que sufre una persona y de la cual haya de responder otra”[4]. Para De Cupis, daño se entiende “como privación de una utilidad económica, como frustración de un beneficio patrimonial considerado en relación al sujeto”[5]. Según Fernando Hinestrosa, “daño es la lesión del derecho ajeno consistente en el quebranto económico recibido, en la merma patrimonial sufrida por la víctima, a la vez que en el padecimiento moral que la acongoja”[6].

De lo afirmado, se pueden extraer los elementos comunes de lo hasta aquí expresado para llegar a la siguiente definición jurídica: “daño es la aminoración patrimonial causada por un agente y sufrida por una víctima
[7], en contravención de una norma jurídica”.

Ahora bien, hay que, atender que para que el daño sea plausible de generar responsabilidad, como ya se dijera, tiene que existir tácticamente.

Según la doctrina clásica, la existencia del daño implica necesariamente la concurrencia de los siguientes elementos:

La certitud del daño, es decir, el daño tiene que efectivamente existir y no ser sólo una apreciación subjetiva y apriorística de quien afirma padecerlo. Si el daño no lesiona un bien protegido el Derecho (bien jurídico), entonces no podrá entenderse como tal
[8].

No todo evento que altere el orden va a producir un daño; para que ello ocurra, el hecho debe tener necesariamente relevancia jurídica.

El daño, cualquiera sea su naturaleza, exige que, para que pueda ser objeto de tutela jurisdiccional, sea cierto, aún cuando ello dependa de que su realización no sea actual o presente, sino futura. Por ejemplo, puede que el objeto dañoso se haya traducido en un hecho concreto cuya realización evidentemente se haya efectuado; en este caso, la certitud de su existencia aparentemente no tendría ninguna dificultad. Pero puede ocurrir que el daño no se haya efectuado aún y sin embargo existe la plena seguridad que inevitablemente sucederá en el futuro como consecuencia de la acción del agente. Este será entonces un daño futuro, generado en función de esa actitud dañosa.

Debe tenerse en cuenta que el daño futuro no es igual a “peligro”, que muy a menudo suele generar una confusión de conceptos y entenderse lo uno cuando se quiere definir lo otro. Para la Real Academia de la Lengua Española, se entiende por peligro, una "circunstancia en la que es posible que suceda algún mal"
[9]. Pues bien, el daño clásicamente concebido no admite la posibilidad de la probable ocurrencia, porque para que sea tal debe haber indefectiblemente ocurrido o tenerse la certitud que de todos modos sucederá (daño futuro). El peligro se queda sólo en la posibilidad de que algo suceda y tal circunstancia, especialmente para el Derecho civil, es insuficiente para definir la existencia del daño[10]

La prueba de relación entre el daño y el agente; el daño por sí sólo no prueba quién es el agente responsable de él. En este caso, es indispensable que se establezca la relación que existe entre el daño causado y probado, con el agente a quien se le imputa la responsabilidad. Frente a ello, rige un principio general por el cual se entiende que quien persigue una reparación debe probar no sólo el daño, sino la relación de este con quien lo causó.

La imputación del daño a cierta persona, es uno de los asuntos más complejos en los cuales la doctrina aún no se ha puesto del todo de acuerdo y en la práctica el tema se vuelve especialmente conflictivo.

Debemos entender que cuando se busca probar la relación entre el daño y el agente, lo que se pretende en realidad es imputar el daño a quien lo causó, con la finalidad de perseguir la reparación del mismo; esto es lo que se conoce como la "atribución jurídica", por la cual se entiende la sindicación de alguien a quien la ley hace responsable de resarcir el daño irrogado.
[1] Condensado de: Genaro Uribe Santos, "La Responsabilidad Civil. Documentos de trabajo", Editorial LPG_Editores, Arequipa, 1999.
[2] Real Academia de la Lengua Española, "Diccionario de la Lengua Española", Q.W. Editores SAC, Lima, 2005.
[3] Ernesto Eduardo Borja, "Enciclopedia Jurídica Omeba". Ed. Dskill. Buenos Aires.
[4] Santos, Briz Jaime. “Derecho de los daños”. Ed. Revista de Derecho Privado. Madrid 1963.
[5] De Cupis, “El daño. Teoría general de la responsabilidad civil”...
[6] Fernando Hinostroza. “Derecho de Obligaciones”, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 1967)
[7] Juan Carlos Henao. “El daño. Análisis comparativo de la responsabilidad extracontractual del Estado en derecho colombiano y francés”, Departamento de Publicaciones Universidad Externado de Colombia, 1998.
[8] Alfredo Lovón Sánchez, "Responsabilidad Civil de los Jueces", LPG_Editores, Arequipa, 2004.
[9] Real Academia de la Lengua Española, "Diccionario de la Lengua Española", Q.W. Editores SAC, Lima, 2005.

[10] En materia del derecho penal, el peligro es esencial para la punibilidad de varias formas delictuosas.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

¿CERRAR LAS FILIALES DE DERECHO O RECERTIFICAR?

Hace unos meses apareció en un diario de la localidad la propuesta de cerrar las filiales de las facultades de Derecho que actualmente funcionan en Arequipa, bajo el argumento que la “proliferación de ellas permite la aparición de abogados mediocres, dada la falta de preparación y nivel académico que se obtienen en estas”. A mi gusto, nada es más tendencioso y sesgado.
En principio, si queremos hablar de la realidad del abogado en nuestra ciudad, debemos comenzar primero por reconocer que, sí pues, es cierto que hay en Arequipa presencia de universidades (aún cuando sólo estén representadas por sus filiales) que ofrecen las carreras de Derecho en muchos casos en condiciones académicas que distan mucho de ser siquiera aceptables. Pero eso no es atributo únicamente de las “filiales” de Derecho sino de casi todas las facultades de la especialidad en Arequipa en general.
Es verdad que a la sobre oferta de la enseñanza de la carrera concurren otros factores que distorsionan la finalidad de la educación en abogacía, cual es, por ejemplo, el hecho del encargo de tal responsabilidad a profesionales a los cuales no les asiste una adecuada preparación en docencia universitaria y quienes muchas veces tienen apenas una endeble (o casi ninguna) capacitación en el tema del dictado. Esa es una verdad que difícilmente podrá ser discutida, pues basta con comprobar el escaso nivel de preparación de los jóvenes que egresan de las universidades y filiales en su conjunto (sin llegar al absurdo de ser excluyente ni menos discriminar un bando de otro, porque esta es una realidad que atañe por igual a todas las casas de estudios superiores de nuestro medio), aún cuando hayan autoridades universitarias que en un afán infundadamente arrogante quieran investirse del errado “privilegio” de producir los mejores abogados de Arequipa. Nada más ajeno de la realidad.
Y obviamente, teniendo a cargo de la docencia a profesores mediocres, de capacitación mediocre, el resultado será siempre un alumno mediocre.
Ese es un tema que debe forzosamente figurar en la agenda de responsabilidad de nuestras universidades, pues pareciera que en el afán de captar a la mayor cantidad de estudiantes posible, se han olvidado de un indudable compromiso social, cual es el de entregar a la comunidad los profesionales notables, destacados y competentes que esta espera y que es la ilusión con la cual los padres de familia nos entregan a sus hijos. Y digo esto en mi calidad de docente universitario, pues a mucho orgullo soy profesor en la Escuela de Derecho de la novel pero pujante Universidad Alas Peruanas.
Sin embargo, hay otro factor que –en este afán de endilgarle a otros la paternidad de la mediocridad del abogado– nadie ha tomado en cuenta. Y es la responsabilidad que frente a la carrera les corresponde a quienes ejercen la abogacía con anterioridad.
Uno de los mandamientos de Decálogo, que fuera aportado al mundo de los letrados por Eduardo J. Couture, reza: “ESTUDIA. El derecho se transforma constantemente. Si no sigues sus pasos, serás cada día un poco menos abogado”.
A ese respecto cabría hacerle una pregunta a todos los abogados en ejercicio: “Qué hemos hecho por mejorar nuestro estatus académico y profesional desde que abandonamos el claustro universitario?”. La respuesta no es temeraria ni menos antojadiza; bien cabría decir que los abogados en conjunto no han hecho casi nada. Y para ello basta sólo con bosquejar algunas cifras:
En el Colegio de Abogados de Arequipa hay un aproximado de 4,500 afiliados. Y anualmente el gremio promueve un promedio de 4 ó 5 eventos académicos entre cursos, seminarios y diplomados. Y en toda la ciudad un cifra similar entre todas las demás universidades. Pues bien, ¿cuántos participantes concurren a dichos eventos? Siendo generosos, aproximadamente 300 (aunque en algunos casos, como los congresos de la Facultad de Derecho de la UAP, se han sobrepasado los 2 mil asistentes, lo cual es algo no común en el medio) y en otros, de otras entidades, no se ha llegado a completar ni siquiera los 50.
De este grupo de concurrentes, si extraemos a los estudiantes universitarios, estudiantes de otras especialidades, no profesionales, curiosos y otros ajenos al tema, quedarán apenas no más de un 20% abogados. Es decir, de un grupo regular de 300 participantes, solo unos 60 son abogados titulados y en ejercicio de la carrera en calidad de asistentes. Y si multiplicamos ese número por el total de eventos al año (como dijera, un promedio de diez en los doce meses), serían alrededor de 600 abogados… Sí, 600!!! De un universo de 4500 abogados!!!
Entonces bajo esta perspectiva, no es raro que en ese artículo periodístico se mencionara que Arequipa se está llenado de abogados mediocres. Es cierto, esa es una realidad que a nadie debe extrañar. Cada día tenemos más abogados mediocres, que comparten oficinas en espacios pequeños (cual si fueran maquinas fotocopiadoras de distintos dueños en una sola habitación al frente de alguna universidad), que pululan alrededor del Palacio de Justicia en búsqueda de clientes, que se dedican a otras actividades ajenas a la labor legal (taxistas, cobradores, vendedores de diverso orden, etc.). ¿Cuántos de ellos luego de profesionalizarse han hecho algo más por mejorar su estatus profesional? ¿Para ser mejores profesionales? ¿Para ser abogados más preparados y listos para la palestra diaria, que exige de cada cual su mejor esfuerzo?
Esa “mediocridad” que hoy se observa no es, a mi parecer, una circunstancia que sólo se deba a las filiales de las facultades de Derecho, sino también a la irresponsabilidad que observa el abogado con su profesión el día de hoy. Que Arequipa no sea más la “cuna de juridicidad” no es responsabilidad únicamente de las facultades y las filiales de Derecho, sino también del poco interés que muestran los abogados en ser mejores, en crecer, en buscar ser profesionales de vanguardia. Las pruebas y las cifras referenciadas hablan por sí solas.
El Dr. Héctor Ballón Lozada precisa muy lúcidamente en su libro “Historia del Derecho en Arequipa” [LPG_Editores, 2007, Arequipa, pág. 19] que “Arequipa ya no produce grandes hombres, ya no tiene juristas de la talla de los anteriores, entonces el derecho ha decaído en la ciudad desde la segunda mitad del siglo XX”. Y pregunto: si las filiales de Derecho fueran las culpables de la mediocridad que padecen los abogados el día de hoy, ¿existieron aquellas hacia la mitad del siglo pasado? La respuesta se insinúa burlonamente obvia.
¿Qué hacer? ¿Cerrar las filiales de derecho como ha sido propuesto para que desaparezca la mediocridad que padece una gran mayoría de abogados el día de hoy? No me parece la solución, pues de ese modo se estaría siendo en principio injustos con los jóvenes que tienen la legítima aspiración de abrazar esta noble carrera y que con mucho esfuerzo (ellos, sus padres y su familia, y con no pocos sacrificios) logran completar los recursos necesarios para optar por su estudio. Mejorar la calidad de la oferta educativa superior me parece un aspecto valedero que no precisa discusión, pues no se trata de enseñar, como lo dijera ya, sino enseñar bien, con nivel, capacidad y responsabilidad. Quien enseña, o dicta un curso, o imparte una cátedra sin esas mínimas condiciones, no sólo enseña mal, sino que además juega con la esperanza de quienes son el futuro de nuestra Nación, por más que ese estribillo suene odioso y repetitivo, pero nunca más vigente.
Pero en especial, debemos procurar que el abogado de hoy no deje nunca de ser el abogado del mañana, ese abogado que espera la sociedad, no sólo capacitado, hábil y competente, sino también justo, probo y honesto. Y alcanzar todo ello pasa también por la constante educación, preparación y mejoramiento profesional.
En unos de mis viajes por Argentina logré ver la antesala de un sistema en el Colegio de Abogados de la Provincia de Entre Ríos, que me asombró gratamente. En aquella oportunidad, aprecié que el gremio entrerriano discutía sobre la posibilidad de imponer al abogado la obligación de someterse a un proceso de “re–certificación”, por medio del cual, el profesional debía justificar cada periodo de tiempo que se encontraba suficientemente capacitado desde todo ángulo para seguir ejerciendo la carrera, copiando de ese modo lo que sucede por ejemplo en el Colegio de Escribanos (Notarios) de la Provincia de Mendoza en el país gaucho, en donde tal re–certificación es necesaria cada 5 años para seguir ejerciendo la función notarial.
Bajo esa perspectiva, el profesional debe acreditar con los documentos pertinentes que, ciertamente, sigue en vigencia –dicho desde el punto de vista académico– pues mostrará todas las certificaciones oficiales obtenidas en mérito a sus estudios de complementación, actualización o especialización (seminarios, diplomados, maestrías, doctorados, etc.), y se someterá además a un proceso de evaluación en el cual se comprueben las calidades que refieren esos documentos. Y, si sucede que por diversas circunstancias no pudieran acreditar los estudios complementarios que se exigen, se someterá a un examen más agravado que el anterior, que dirá que, a pesar de no contar con esos documentos, sigue teniendo la capacidad y habilidades necesarias para ejercer la carrera.
Es decir, es justo mirar a los centros de educación universitaria a fin de reclamarles por la responsabilidad derivada de formar, en los casos en que es así, profesionales mediocres. Eso nadie lo discute. Pero es también –y a mi parecer– doblemente justo, mirar a los profesionales en ejercicio que ahora refieren esa mediocridad a la cual acusan del poco rédito de sus carreras. Ellos también deben ser concientes que son responsables de esa misma mediocridad en la medida que poco o nada hacen para ser mejores y seguir en el seno del mercado competitivo de la profesión, con la salvedad, claro, de quienes sí muestran preocupación y se esfuerzan por la constante superación, pero que lamentablemente son pocos y cada vez menos.
¿Por qué no re–certificar? ¿Por qué, si se acusa a unos que son los culpables de la mediocridad en la práctica de la carrera, no se acredita que los otros –los que están en el ejercicio el día de hoy– no lo son y lo demuestran con la re–certificación?
De optarse por esa medida, es seguro que luego aquellos –quienes son los primeros en alzar sus voces de protesta ante la situación advertida– saldrán a las calles en protesta, como las sucedidas con un proceso similar ocurrido hace poco en el sector educación, tan discutido y resistido por los profesores.
Pero, ¿y por qué no se piensa ni planifica ese concepto hasta hoy en el gremio de los abogados? ¿Por qué no pensar en re–certificar?
¿Saben cuál creo que es la razón?
Porque estoy por demás seguro que quienes no superarían esa evaluación, serían todos los que hoy reclaman por aquellos jóvenes profesionales –a los que tildan de “mediocres”– que egresan de las filiales de las facultades de Derecho. Y estos, los injustamente señalados por esos dedos acusadores, con toda seguridad serían los que pasarían con creces tal re–certificación. Porque tienen los conocimientos más “frescos”, las habilidades más propias de su juventud, las apetencias más vívidas por superar un estatus social que quizás les ha sido adverso y quieren modificarlo con su esfuerzo, trabajo, capacitación y actualización, a diferencia de los otros abogados “clásicos” que creyeron encontrar la llave para conquistar el mundo con tan sólo colgar y dejar que se empolvara su certificado profesional en alguna desvencijada pared.
¿Alguien lo duda? ¿Alguien se animaría a apostar?